Visto desde Washington

México, visto desde la perspectiva de Washington, es un problema de seguridad que crece pero en torno al cual puede hacer muy poco

Pregunta

El pasado día 19, tras concluir la sesión dedicada a examinar el estado de las relaciones entre México y Estados Unidos en el Hammer Forum en Los Ángeles, alguien preguntó: "Y qué es lo que Estados Unidos puede hacer para mejorar la relación con México". A una pregunta tan simple sólo puede responderse: no mucho.

Una manera de elaborar más sobre el tema es ver a México desde Washington. Conviene partir del hecho que el único interés que importa a cualquier nación es el propio, pues las relaciones de la comunidad internacional están basadas en la política del poder. Bien entendida, esta política puede sacrificar una ganancia inmediata a cambio de obtener otra mayor o a un costo menor en otro lugar o momento, pero eso nunca debe confundirse con solidaridad o altruismo.

Cuando el desastre interno en México fue una gran oportunidad para Estados Unidos

En el origen de la relación entre Estados Unidos y la Nueva España convertida en nación independiente, el interés del primero quedó bien servido por la inestabilidad y el desorden político del segundo. Desde Washington, se veía al vecino del sur como un país inviable, con espacio de sobra, con la religión equivocada -la católica-, con la mezcla racial equivocada -la parte indígena era mayoritaria y la minoría europea era de mala calidad (española)- y con una densidad demográfica interesante: fuerte en su lejano centro y muy débil en donde importaba a Estados Unidos: en la frontera común.

Los norteamericanos supusieron un "Destino Manifiesto" que les alentó a expandir su civilización a lo largo y ancho de la América del Norte por voluntad de Dios y para ello no tuvieron empacho en aprovechar o fomentar la crisis política de México, ya fuese alentado la separación de Texas, exigiendo que la frontera texana fuese el Río Bravo y no el Nueces, declarándole la guerra al vecino cuando se encontraba sumido en sus disputas internas y, ya derrotado, aprovechar su desunión para ofrecer ayuda a los liberales a cambio de la cesión de Tehuantepec (Tratado McLane-Ocampo) o presionar al débil gobierno conservador presidido por Santa Anna para obligarle a ceder, como mínimo, La Mesilla. Si México no perdió más territorio fue gracias a la gran contradicción interna de Estados Unidos: el norte no quiso dar mayores oportunidades de expansión al sur.

Cuando el desastre interno en México se transformó en problema para Washington

Con su unidad nacional consolidada por el triunfo del norte sobre el sur en 1865, a Estados Unidos ya no le interesó continuar su expansión territorial sino dirigir su esfuerzo al crecimiento material y a fomentar y proteger su interés económico en el mundo externo. En esas condiciones, la falta de orden en México dejó de ser ventaja para convertirse en problema: contrabando, robo de ganado en Texas o incursiones de indios. De ahí la mezcla de amenazas y apoyo al gobierno de Porfirio Díaz para que pusiera orden en la frontera común. Una vez que Díaz estabilizó al país, Washington le dio su apoyo sin importarle su naturaleza dictatorial e incluso le toleró cierto grado de independencia.

La Revolución Mexicana fue un reto al imperialismo que terminó por beneficiar al norteamericano. Por un lado, el nacionalismo revolucionario afectó más los intereses europeos -en particular los británicos- que los norteamericanos. Y es que las dos guerras mundiales convirtieron a Estados Unidos en una superpotencia que pudo recuperar en unos campos lo que la Revolución Mexicana le quitó en otros -el petróleo, las propiedades agrícolas o los ferrocarriles- pero los europeos, debilitados por esos conflictos, ya no tuvieron ni los recursos ni las posibilidades de reconstruir su posición en México. Para cuando se inició la Guerra Fría, México era, en términos de política internacional, zona de influencia exclusiva de Washington. Por otro lado, la Revolución Mexicana dio paso a un régimen autoritario mucho más fuerte y eficiente que el de Porfirio Díaz. La estabilidad conservadora mexicana. Eso jugó a favor del interés norteamericano. Por eso Estados Unidos nunca se molestó por una contradicción obvia: aceptar sin problema a un régimen antidemocrático en México pese a que la bandera de lucha de Washington contra la URSS era la democracia política. Y es que el régimen del PRI resultó, sin estridencias, una garantía de estabilidad y de anticomunismo efectivo.

¿Qué hacer desde el norte cuando las bases de la estabilidad en el sur se debilitan?

Cuando en 1989 cayó el Muro de Berlín, el anticomunismo perdió su razón de ser como centro de la política externa de Washington, pero en México se agudizaron las contradicciones y disfuncionalidades del sistema priista y esas fallas del vecino empezaron a afectar al interés norteamericano. Cuando el modelo económico mexicano fracasó y el país pareció entrar en una crisis sin solución, Estados Unidos, para evitar inestabilidades cercanas, aceptó integrar aún más a México a su economía, vía el neoliberalismo y el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Sin embargo, y en contra de los supuestos económicos dominantes, esa política no produjo el resultado previsto al punto que hoy la economía mexicana es la menos dinámica de América Latina. La caída del PIB mexicano es mucho mayor que la del norteamericano, lo que no permite crear en México el más de un millón de nuevos empleos que anualmente necesita y sí, en cambio, ser la fuente más importante de migrantes indocumentados a Estados Unidos, que sus organizaciones de narcotraficantes hayan rebasado todas las estructuras policiacas mexicanas y que hayan echado raíces en 230 ciudades al norte del Bravo. Finalmente, el fin del régimen político del PRI no fue sustituido por un sistema más fuerte, menos corrupto y más eficiente que el anterior, lo que ha debilitado las bases de la estabilidad al otro lado de la frontera sur norteamericana.

Unos días antes de los ataques de Al Qaeda a Estados Unidos en septiembre del 2001, el presidente norteamericano dijo que para su país la relación con México era la más importante. Sin embargo, a raíz de lo ocurrido entonces, México dejó de ser prioritario para Washington. Hoy, algunos círculos de Estados Unidos están conscientes que su vecino del sur se encuentra en serios problemas, pues si bien aún no es exactamente un Estado fallido, a su Estado le está fallando todo: su economía, sus sistemas político, de seguridad, de justicia, educativo, etcétera. Sin embargo, y pese a que sabe que sin un crecimiento sustantivo su vecino pobre se puede volver un problema serio, la Casa Blanca puede hacer muy poco al respecto. Y es que el gobierno norteamericano ya tiene una agenda interna muy cargada por su propia crisis económica y una externa muy complicada, pues está envuelto en dos invasiones que, para salir bien de ellas, tiene, entre otras cosas, que reconstruir un Estado al que volvió fallido -Iraq- y a otro que desde hace mucho es fallido -Afganistán. En esas condiciones, y salvo una catástrofe, es casi imposible que el Congreso y la opinión pública de Estados Unidos aceptaran involucrarse seriamente en México.

Si, pese a todo y en función de la seguridad de su gran frontera sur, Washington se propusiera auxiliar a México para revertir su involución, no es mucho lo que realmente pudiera hacer por su vecino incómodo -el cómodo es Canadá. Actualmente la pieza más importante del esquema de colaboración México-Estados Unidos es la "Iniciativa Mérida" (IM). Este programa es un auténtico "bomberazo", idea y producto de la impotencia de Felipe Calderón para hacer frente a la multitud de problemas que agobian a su gobierno. La IM busca permitir a los norteamericanos adentrarse en los obscuros laberintos de los aparatos de seguridad y de justicia de México para hacerlos corresponsables de lo que ahí pasa, pero eso no es equiparable al TLCAN de Carlos Salinas que, a su vez, y pese a que el año pasado implicó un comercio bilateral por casi 400 mil millones de dólares, nunca fue capaz de sacar a México del barranco económico en que cayó desde 1982.

Los de hoy son tiempos difíciles para la relación entre el sur y el norte de Norteamérica pero pueden empeorar. La actual acumulación de fracasos en México es una amenaza para Estados Unidos, pero tal y como está la agenda política de ese país es poco lo que puede hacer al respecto: no hay apoyo para un TLCAN ampliado ni puede esperarse el fin de la demanda de drogas, apenas si un mayor control de la exportación de armas y no agravar la situación con muros, redadas de indocumentados o violaciones al TLCAN. La lista no es mucho, dado lo mucho que está en juego en ambos países, pero ésa es la realidad.

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