En esta etapa resulta imposible saber cuándo y cómo se iniciará la regeneración política de México
¿Sin salida?
En México, el círculo de lo político pareciera haberse cerrado: lo antiguo no funciona pero persiste porque lo nuevo ni siquiera tuvo la oportunidad de cuajar. El grueso de la sociedad está insatisfecho con el arreglo en que mal operan las instituciones públicas, pero esa insatisfacción carece de salida práctica porque el juego del poder está dominado por un sistema de partidos que no está en capacidad de desempeñar su papel como representante de los intereses mayoritarios. Como conjunto nacional México no avanza, sólo gira sobre un mismo punto, está estancado.
En nuestro camino hacia ninguna parte, los comicios en puerta son un ejemplo de esta ausencia de salida. Las elecciones por venir se asemejan insoportablemente a las que hemos tenido desde siempre: votaciones donde no está en juego una disyuntiva real sino un mero recambio de personal. Es por ello que las elecciones son básicamente forma -muy costosa- sin contenido. Ninguna de las oligarquías que controla a los tres grandes partidos tiene la posibilidad y menos la voluntad de ofrecer una solución a la mediocridad, a la decadencia de la vida pública. Para ellas, estos malos tiempos resultan ser muy buenos: disponen de dinero público y, en la práctica, no hay forma de pedirles cuentas.
La vieja legitimidad -aquélla basada en el crecimiento de la economía y el mantenimiento del orden- se agotó hace poco más de un cuarto de siglo y la nueva duró apenas un suspiro. Lo que hoy domina es una clase política sin clase, inmersa en la corrupción por las vías descritas o aceptadas recientemente por el ex presidente Miguel de la Madrid en una entrevista que dio a Carmen Aristegui y donde admitió sin ambages que la impunidad es el elemento indispensable y dominante de la forma prevalente de ejercer el poder en México.
Es verdad que inmediatamente después de la difusión de lo dicho por De la Madrid, el círculo dirigente priista le obligó a retractarse públicamente, pero las propias circunstancias en que se dio esa retracción -la presión abierta ejercida por los incondicionales del ex presidente Carlos Salinas, a quien De la Madrid acusó de enriquecimiento tan explicable como ilegítimo- y la total ausencia de reacción del actual gobierno ante las acusaciones de un ex Presidente contra otro, simplemente sirvieron para confirmar las sospechas sobre la naturaleza de la oligarquía que domina la vida pública mexicana.
Por otra parte, un personaje secundario -el ex contratista Carlos Ahumada-, pero observador participante de la corrupción de las cúpulas políticas mexicanas, acaba de describir con detalle en el libro Derecho de réplica, ese modus operandi. La clase política mexicana está dividida por siglas de partidos y está enfrascada en una lucha interna por el control de las fuentes de riqueza, pero a la vez conforma una elite unida por sus prácticas, sus privilegios y la ausencia de sentido de dignidad y grandeza.
El antiguo régimen hizo suyo al nuevo
En el año 2000 era válido suponer que en México moría un viejo régimen político y que ese evento histórico -la derrota electoral del PRI y su reconocimiento- llevaría al nacimiento de otro régimen, de otro México. Por algún tiempo, quizá hasta el 2004 o el 2006 hubo elementos objetivos -cada vez menos- para sostener esa interpretación. Sin embargo, a partir de la forma en que se dieron las últimas elecciones presidenciales y de lo ocurrido desde entonces, ya no fue posible sostener con credibilidad el supuesto de que nuestro país vivía en un marco democrático y, como consecuencia, eran posibles la vigencia del Estado de derecho y la consolidación de la democracia.
El contexto cotidiano del México de hoy es uno donde dominan casi todas las características negativas que definieron la vida pública de por lo menos los últimos 70 años pero con agravantes: la inseguridad está peor y la economía simplemente ya no crece. Lo políticamente nuevo -básicamente la pérdida de poder de la llamada "presidencia imperial"- quedó neutralizado por la forma no democrática en que se ejerce ese poder en su nueva locación: en los gobiernos estatales, en el Legislativo o en las zonas de la economía dominadas por los poderes fácticos (los únicos que verdaderamente se han beneficiado del supuesto cambio).
Un cambio que se frustró
El autoritarismo político mexicano nunca fue el más brutal de su especie, pero la masacre de 1968 marcó el momento en que las formas de sostenerse se hicieron disfuncionales. A ojos de muchos, un sistema que no encontró otra forma de resolver una protesta estudiantil -de las que hubo tantas en el mundo en ese entonces- que con un asesinato masivo y que, además, hacía lo mismo con la protesta rural, no tenía futuro.
Para otros, notoriamente el grupo empresarial, la represión política no era siquiera problema, pero sí lo era el que desde los 1970 y sobre todo a partir de 1982 el sistema se mostrara incapaz de sostener el crecimiento económico rápido. Desde el exterior -Estados Unidos-, el atractivo del régimen mexicano a partir del final de la Segunda Guerra Mundial había sido su eficacia como neutralizador de la izquierda. Pero a fines de los 1980, al terminar la Guerra Fría, esa virtud dejó de ser importante y, en cambio, empezaron a ser evidentes sus inconvenientes, en especial la corrupción, que interfería con el buen funcionamiento del mercado y además abonaba el terreno para la inseguridad y el crecimiento de los cárteles de la droga. Por ésas y otras razones de la misma naturaleza, el sistema priista perdió legitimidad y tanto la oposición de derecha como de izquierda pudieron echar a andar proyectos para reemplazarlo.
En principio, estas oposiciones de ambos extremos del espectro ideológico convergieron en su propuesta de un sistema político moderno, competitivo, pluralista, democrático. Desde la óptica de la izquierda, la revolución ya no era el único camino hacia la justicia social. Desde la visión de la derecha, la democracia política era la vía hacia una economía más dinámica, menos sujeta al chantaje de la burocracia y más asentada en el Estado de derecho. Sin embargo, el encuentro con los privilegios del poder, distorsionó ambos proyectos.
Una vez en "Los Pinos", la derecha panista encabezada por Vicente Fox concluyó que la democracia política no le interesaba si eso significaba la posibilidad de que llegara a la Presidencia Andrés Manuel López Obrador (AMLO) o cualquier grupo político montado en una movilización de las clases populares -a las que desde el siglo XIX habían visto como peligrosas- y proponiendo como centro de su plataforma electoral un Estado más activo y una redistribución del ingreso.
El resultado de ese temor fue una alianza entre el grupo que llegó a la Presidencia en el 2000 y el que la había tenido desde 1929. A veces esa asociación fue explícita -Elba Esther Gordillo y Fox, por ejemplo- y otras tácita -la que se dio entre el gobierno federal panista y los cuestionados gobernadores priistas de Puebla o Oaxaca. Frutos de esta asociación fueron, entre otros, el desafuero de AMLO en 2004, la composición del IFE o el apoyo a la toma de posesión de Felipe Calderón en 2006.
Por otra parte, no hay duda que si Carlos Ahumada pudo grabar sus devastadores videos sobre los actos de corrupción de René Bejarano, Carlos Ímaz y Gustavo Ponce fue porque antes ya había fallado la fibra moral de partes importantes del PRD. Las fuertes divisiones dentro de la izquierda apenas si lograron mantenerse bajo control hasta julio del 2006, pero a partir de su derrota, esas escisiones se manifestaron de manera espectacular y destructiva. Con apoyo de la autoridad electoral, los adversarios de AMLO tomaron el control del PRD y le negaron apoyo a su esfuerzo de largo plazo por dar forma a un auténtico movimiento social. Hoy por hoy, el grueso del PRD está más empeñado en mantener sus parcelas de poder -puestos y manejo del presupuesto del partido, delegaciones en la capital, gubernaturas, curules, presidencias municipales- que en arriesgarlas para enfrentarse de verdad con la elite del poder en un proyecto de cambio.
Tiempo sin horizonte
La única fuerza política aún empeñada en la búsqueda de una salida al círculo cerrado en que se encuentra el proceso político mexicano es la encabezada por AMLO. Sin embargo, el gran poder de sus adversarios combinado con la desilusión colectiva con la política -con cualquier política- hace que la construcción de la alternativa desde la izquierda y desde la base no logre recuperar el terreno perdido en 2006.
Por ahora, el tiempo mexicano es uno donde aún no se vislumbra el horizonte ni es posible saber cuándo ni por dónde se percibirá.
El círculo cerrado
Publicado por en Agenda Ciudadana
Etiquetas: 2009 - 05
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