El pasado nunca se repite pero siempre deja lecciones para quienes saben leerlas
Identidades
La primera Roma nació a orillas del río Tíber, la actual creció muchos siglos después en otro continente, a orillas del Potomac. Hay muchas diferencias entre ambas pero una similitud fundamental: su voluntad de imperio -de mandar con autoridad-, de ser caput mundi, la cabeza de sus respectivos sistemas mundiales.
¿Hasta qué punto las características de la Roma imperial se pueden encontrar hoy en Washington? La pregunta es válida, pero la que pareciera aún más interesante es: ¿hasta qué punto explorar las causas que llevaron a la decadencia y caída de la Roma original es tarea útil para entender a unos Estados Unidos convertidos en la primera potencia mundial? Esa cuestión es el centro de las consideraciones de un pequeño libro escrito no por un historiador profesional sino por un escritor norteamericano con gusto por la historia romana y consciente del lugar que hoy ocupa su país en el contexto internacional. El autor es Cullen Murphy y el libro Are We Rome? The Fall of an Empire and the Fate of America (¿Somos Roma? La caída de un imperio y el destino de América, 2008).
Lo que no se niega
La obra en cuestión es ligera pero inteligente, con conocimiento del tema que aborda, uno que por mucho tiempo se soslayó: la calidad imperial de Estados Unidos. No obstante su disposición para adquirir territorios por la fuerza -México fue la principal víctima- o su entusiasmo por la doctrina del "Destino Manifiesto" para hacer de América Latina su zona de influencia exclusiva, por largo tiempo la posición oficial de Washington fue que Estados Unidos no era imperialista sino una potencia diferente a todas las pasadas y presentes porque su energía en el exterior la dedicaba a fomentar la libertad.
A inicios del siglo XX, el presidente Woodrow Wilson llevó a Estados Unidos a la Primera Guerra Mundial en nombre de la democracia y el antiimperialismo. La autodeterminación de los pueblos fue parte central de su famoso programa de los "catorce puntos" de 1918. La Segunda Guerra Mundial fue peleada por esa nación en nombre de la libertad y en contra de la voluntad imperial de El Eje. En la Guerra Fría, Washington se reafirmó como el campeón de la libertad y acciones intervencionistas como las de Guatemala, Irán, Cuba o Vietnam fueron justificadas como reacciones al imperialismo comunista, nunca como reflejo de sus propios impulsos de dominación.
Un cambio de perspectiva
A partir del triunfo norteamericano sobre la URSS, han aparecido en los propios Estados Unidos numerosas obras donde se plantea sin falsos pudores el carácter imperial de su política, tanto pasada como actual. De ahí el interés de algunos por preguntarle a los grandes imperios pasados, del romano al británico, las razones de sus éxitos y de su decadencia. Así, volver los ojos a Roma no es sólo curiosidad sino algo práctico.
Desde el inicio de su vida independiente, los dirigentes norteamericanos se sintieron atraídos por el mensaje que mandaba, desde el pasado Occidental, un gran imperio que por un tiempo también fue república: el romano. Por eso bautizaron como Capitolio a la sede de su Congreso o comisionaron una estatua de mármol en honor de su mayor héroe nacional, George Washington, vistiendo una toga romana. El mismo monumento en la capital norteamericana a su primer Presidente -la aguja- se inspiró en el obelisco que fue llevado a Roma tras la conquista de Egipto, de la misma manera que la estación de ferrocarril se hizo a semejanza de las termas de Diocleciano y el monumento a Jefferson del Panteón.
Comparaciones interesantes
Las numerosas explicaciones de la declinación del imperio romano (un académico llegó a identificar 210 teorías al respecto) se pueden dividir en dos grandes campos: a) el imperio cayó por razones de debilidad interna; b) lo acabaron las presiones externas. Para Murphy la explicación adecuada se encuentra en una combinación de ambos.
Entre los factores culturales, Murphy destaca la tendencia de los romanos -compartida hoy por los norteamericanos- a considerarse un pueblo excepcional, favorecido por fuerzas divinas, muy diferente y superior al resto. El "excepcionalismo" genera confianza y alienta a las grandes empresas pero, también, da lugar al mesianismo, a la necesidad de imponerse y a rebasar los límites de lo prudente, de lo posible.
Roma, en tanto capital imperial y con un complejo de superioridad, generó una atmósfera política muy enrarecida que le impidió juzgar con inteligencia y objetividad lo que sucedía en los confines del imperio, es decir, la realidad. Para Murphy, Washington hoy está afligido por el mismo mal. La prepotencia y la ignorancia sobre lo ajeno fueron características de la élite que vivía en Roma y que de inicio le llevaron a considerar al mundo externo como inferior y materia para el sometimiento. Subestimar siempre al "otro" llevó a los romanos a cometer errores militares costosísimos.
La actitud prevaleciente en los círculos que toman decisiones en Washington sobre su propio país y, desde luego, sobre el resto del mundo, es muy romana. Y aquí Murphy muestra un indicador interesante: entre septiembre de 2002 y febrero del 2003, las estaciones de televisión norteamericanas pusieron al aire 414 reportajes sobre la guerra en Iraq, de ese total 91.7 por ciento se elaboraron en el centro mismo del imperio -Washington-, es decir, lejos del teatro de los acontecimientos y de las reacciones de otras partes del mundo relacionadas con los eventos. En fin, que las capitales imperiales tienden a ver al mundo más como ellas lo imaginan y menos como realmente es.
Entre los factores políticos, el autor destaca la paulatina atrofia del Senado romano en la formulación de las grandes políticas y decisiones en torno a los asuntos de paz y de guerra. En la práctica, estas decisiones y los enormes gastos y riesgos que implicaron terminaron por quedar exclusivamente en manos del emperador y de su círculo de allegados. Sin el contrapeso del Senado, no hubo mecanismo para evitar los excesos y errores.
Hoy, el proceso norteamericano sobre el mismo tema se parece mucho al romano, especialmente si se toma en cuenta que la última vez que Estados Unidos entró en guerra como resultado de una declaración expresa de su Congreso fue en 1941, tras el ataque japonés a Pearl Harbor. La guerra en Vietnam, Corea o la reciente invasión a Iraq, todas ellas, fueron resultado de decisiones presidenciales y de su pequeño círculo, y en las que el Ejecutivo terminó por arrastrar al Congreso, al resto de los actores políticos y a la nación.
En el campo del poder militar -insustituible para cualquier imperio- la expansión romana requirió un ejército cada vez mayor y cuyo entrenamiento, equipamiento y manutención absorbieron cada vez más recursos hasta que finalmente quedaron exhaustas las arcas del imperio. Al final, Roma debió incluso echar mano de tropas extranjeras -bárbaras- por falta de propias y los resultados fueron de aceptables a francamente contraproducentes.
Y es aquí donde el autor aplica el concepto de "imperial overstretch" (estirar al máximo la cuerda), lo mismo al caso romano que al norteamericano, donde este último debe mantener un complejo de 700 bases militares en 60 países y bajar los estándares de sus reclutas así como aceptar extranjeros y subcontratar tareas originalmente del ejército. (En un pasaje secundario, Murphy compara las razones para construir la "Muralla Adriana" en Inglaterra para detener a los escoceses con la que hoy se construye en la frontera de México-Estados Unidos). La privatización creciente de tareas públicas -el cobro de impuestos en Roma o los servicios de salud en Estados Unidos- tuvo y tiene un costo: la pérdida paulatina del sentido de la función y la vida públicas.
En suma Obviamente, los valores romanos y americanos son muy diferentes, pero Murphy concluye que ambos imperios comparten hábitos mentales, conductas y ciertas circunstancias que son peligrosas. Hace dos milenios, Tito Livio, el historiador, escribió: "un imperio se mantiene poderoso en tanto sus súbditos se encuentren satisfechos con él". Hoy, el mundo desarrollado se encuentra más o menos conforme con su situación, pero en el ancho resto ése no es el caso.
Infamia
Los patos tiran a las escopetas. Por cuatro largos años la "justicia" mexicana ha prolongado un absurdo y costoso juicio contra uno de los mejores y más dignos periodistas mexicanos: Miguel Ángel Granados Chapa, por escribir el prólogo del libro de Alfredo Rivera donde se denuncia el cacicazgo en Hidalgo del priista Gerardo Sosa Castelán. La situación de Granados Chapa simboliza y resume la de todo México en materia de justicia.
Nota: esta columna no saldrá la semana entrante pues su autor estará ausente por razones de trabajo.
Roma en el Potomac
Publicado por en Agenda Ciudadana
Etiquetas: 2008 - 08
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