Nuestra tercera ola

Una policía mediocre y gobiernos despreocupados por la seguridad ciudadana son las causas de la creciente delincuencia en el país

Hobbes

Thomas Hobbes (1588-1679), filósofo y teórico político inglés, legitimador del absolutismo, puso el tema de la seguridad pública en estos términos: la obediencia a un gobierno sólo se justifica si éste es capaz de cumplir con su obligación central: proteger de manera efectiva la vida y los bienes de todos y cada uno de sus habitantes. Un aparato estatal que falla en esa responsabilidad central carece de sentido. En este tiempo mexicano, Hobbes cobra gran significado.

Como concepto, el de "Tercera Ola" lo acuñó el profesor Samuel P. Huntington en relación con los sucesivos procesos democratizadores en el mundo moderno. La tercera ola a la que aquí se hace referencia es muy diferente: se trata de la criminal que hoy envuelve a toda la geografía y sociedad mexicanas. La prensa lleva la contabilidad de los asesinatos y muertes relacionados con el narcotráfico; en lo que va del año la cifra ya superó los 2 mil 500. Y está el aumento de los secuestros que, según las cifras oficiales, es vertiginoso: en Guanajuato, por ejemplo, aumentó en 66 por ciento entre el 2006 y el 2007.

Históricamente, vivimos en México la tercera ola de inseguridad pública a partir de la Independencia. Las dos primeras se explican como resultado del derrumbe violento de las estructuras política y de autoridad a inicios de los siglos XIX y XX respectivamente, pero la actual tiene un origen muy distinto: en la corrupción endémica que ha carcomido desde dentro y desde hace mucho a la esencia del Estado.

La primera ola

La vida colonial de la Nueva España no fue, ni de lejos, tranquila, pero el sistema nunca escapó del control de la autoridad virreinal. Todo cambió a partir de la gran rebelión indígena y mestiza que estalló en septiembre de 1810 encabezada por un cura y un puñado de oficiales criollos en la zona más rica del reino. No hay mejor descripción del brutal colapso de las estructuras de autoridad que la hecha por Lucas Alamán en torno a la toma por las masas insurrectas de la ciudad de Guanajuato al inicio de la insurgencia. Los años de guerra civil que siguieron terminaron por sepultar el viejo orden y el nuevo tardó mucho en aparecer.

Tras la desastrosa guerra con Estados Unidos, Mariano Otero, y tras examinar las condiciones de la estructura social y política de México, concluyó que el problema de fondo era que había gobierno pero no nación. En esa "no nación" mexicana la economía se había derrumbado, la mayoría de sus habitantes estaban sumidos en la miseria total y, citando de nuevo a Otero, el grueso de los indígenas ni siquiera se había enterado de la Independencia. En tales condiciones, y según Dubois de Saligny, ministro de Francia en México, la única institución que funcionaba con regularidad y que podía y debía tomarse en serio, era la del bandidaje. Paul Vanderwood, en su estudio sobre el tema -Desorden y progreso, bandidos, policías y desarrollo mexicano (1981)-, sostiene que justamente por su efectividad, los bandidos ganaron un estatus social elevado (p. 19).

En la Guerra de Reforma y en la lucha contra el Segundo Imperio, los liberales habilitaron como guerrilleros a buen número de gavilleros a los que, tras la restauración de la República, tuvieron que combatir o incorporar como parte de las fuerzas de seguridad. En no pocas ocasiones esos peculiares guardianes del orden simplemente volvieron a sus antiguas costumbres. León Ugalde o Antonio Carvajal destacan entre los ejemplos de ambivalencia.

Fue durante la dictadura liberal de Porfirio Díaz cuando la nación empezó a cuajar y el Estado introdujo un grado aceptable de seguridad en ciudades y campo. Desde luego, la biografía de Francisco Villa antes de 1910 prueba que ni en su momento de apogeo los porfiristas y sus fuerzas rurales pudieron acabar con el bandolerismo, pero esa misma biografía demuestra que sí lo acotaron lo suficiente como para que ya no fuera un factor característico de la vida cotidiana de México.

La segunda ola

La caída de Díaz en 1911 y la total destrucción de su ejército por las fuerzas revolucionarias en 1914 abrieron un nuevo periodo de "estado de naturaleza" -de lucha de todos contra todos- en el país. La inseguridad volvió a reinar y todo México fue territorio de la inseguridad. Los ejemplos abundan, desde la "Banda del Automóvil Gris" en la Ciudad de México hasta Inés Chávez García, uno de los ejemplos más acabados de la ferocidad criminal e indiscriminada en Michoacán, y que lo mismo se dijo maderista, que zapatista, villista o carrancista, pero que sin mayor miramiento saqueó y quemó pueblos y lo mismo secuestró a ricos que sacrificó a pobres (hasta que murió de gripa y no a manos de justicia alguna). El retorno a la normalidad tomó tiempo -llegó a fines de los 1930 o inicios de los 1940- y cobró muchas vidas.

La tercera ola

Un régimen autoritario, como el de Francisco Franco en España, hizo de la Guardia Civil -heredada del reinado de Isabel II- un brazo represor pero, a la vez, una policía profesional. Otro gobierno autoritario, como el de Augusto Pinochet, repitió la experiencia: los carabineros apoyaron a la dictadura pero sin perder su carácter de policías profesionales. En México se siguió un camino diferente. Los Rurales de la Federación desaparecieron y los sustituyó una policía que nunca llegó a ser realmente de carrera. Desde luego que siempre se usó a esa policía para actuar contra los enemigos políticos del régimen y del gobierno, pero nunca se le obligó a ser profesional en su relación con la sociedad.

En nuestro caso, el autoritarismo priista no puso interés en construir un cuerpo de policía digno de tal nombre. Desde el inicio puso al frente de los cuidadores del orden a jefes revolucionarios que se contentaron con una policía mediocre pero que sirvió bien a sus intereses personales y políticos. Esa policía, mal educada y mal pagada, actuó siempre y sin límites legales contra los opositores del régimen y a cambio se le permitió administrar en su beneficio la actividad criminal, pero dentro de límites. El extremo del modelo tuvo lugar cuando el frívolo e irresponsable José López Portillo puso a un inescrupuloso policía de tránsito pero amigo de la adolescencia, Arturo Durazo, como jefe de la policía capitalina y le hizo "general de la policía": el reinado de la policía criminal se inició.

La corrupción extrema de los cuerpos de policía coincidió con el fin del periodo de alto crecimiento de la economía y el inicio de una "Gran Depresión" que ya dura más de un cuarto de siglo. El fracaso económico significó, entre otras cosas, el estrangulamiento de la movilidad, el cierre de oportunidades materiales para millones de jóvenes. Por ese solo hecho, algunos de ellos se convirtieron en reclutas potenciales de todo tipo de bandas criminales.

La mediocre creación de empleo aunada a la impresionante concentración de los ingresos en una capa muy reducida de la población se ha combinado con unas instituciones de justicia que apenas son capaces de llevar ante la justicia al 1 por ciento de los culpables de los 12 millones de delitos que, se calculan, se cometen anualmente en nuestro país. En tales circunstancias, cualquiera que opte por el crimen como forma de vida, sabe o intuye que vive en un ambiente socialmente injusto y que la ley de las probabilidades está de su lado, pues las posibilidades de que su delito sea castigado son mínimas. Y quien tiene mayor conciencia de esa absurda y brutal realidad mexicana son justamente los policías.

¿Qué hacer?

Felipe Calderón no puede creer que su propuesta de castigar con cadena perpetua crímenes particularmente execrables sea una manera de atacar las raíces del problema, sino apenas una respuesta de "sonido y furia" (demagógica) al clamor de protección de las bases sociales del PAN -las clases medias y altas- ante grupos criminales que ya les perdieron el respeto, justamente como ocurrió en las dos olas de criminalidad anteriores.

La solución real está en dos arenas, a cual más de difíciles. Por un lado, hay que rehacer de principio a fin la estructura institucional de seguridad (¡mandar al diablo a las actuales instituciones de policía y procuración de justicia!) como parte de la pospuesta reforma del Estado. Por el otro, reactivar el mercado interno y revertir la tendencia a la concentración creciente del ingreso y al aumento de la injusticia social.

Enunciar las dos grandes tareas para recuperar la seguridad es sencillo, pero no el llevarlas a cabo. Para ello se requiere una ciudadanía capaz de movilizarse en su autodefensa, una clase política de calidad y un Estado con claridad de metas, una autoridad con voluntad política, legitimidad y confianza en sí misma. ¿Contamos con eso?

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