La izquierda

Alguien sugiere que el socialismo está muriendo. Exagera, pero no hay duda de que necesitamos uno muy diferente del pasado

Datos

El pasado domingo, la izquierda ganó las elecciones en Grecia y no hace mucho también en Portugal, aunque no de manera holgada. En contraste, los socialistas en España están a la defensiva, el laborismo británico extravió rumbo y perdió emoción y el corazón geográfico de Europa Occidental -Alemania, Francia e Italia- está dominado por la derecha, y así lo confirmaron las últimas elecciones alemanas. Los liderazgos de Angela Merkel, Nicolas Sarkozy e inclusive de Silvio Berlusconi no parecieran tener competidores viables. En la Europa del Este, y como reacción a la época soviética, la izquierda es particularmente débil.

En América Latina, Brasil es el país que destaca por su dinamismo y lo ambicioso de su proyecto nacional, ahí se mantiene bastante bien un gobierno de izquierda encabezado por Luiz Inácio Lula da Silva. En la periferia de Brasil dominan varios tonos de izquierda aunque todos enfrentan problemas serios, desde Venezuela hasta Bolivia, Ecuador, Uruguay y Paraguay y, a la distancia, Chile. Es difícil clasificar a la Argentina de los Kirchner, pues como es propio del peronismo, sus gobiernos tienen elementos de todo el espectro político. Como sea, y en contraste, el eje claramente de derecha en la región va de Colombia a México con la Honduras de los golpistas en medio.

¿Y Estados Unidos?

Por un buen tiempo a nadie se le planteaba dónde colocar políticamente a Estados Unidos. Desde la muerte de Franklin D. Roosevelt y el inicio de la Guerra Fría, el gobierno de Washington y el mundo político norteamericano fueron, por definición, la patria del anticomunismo y de la derecha. Con el triunfo norteamericano sobre la URSS tras una pugna que duró casi medio siglo, y con la desaparición de esta última, la situación se modificó. Pero con el triunfo en el 2000 de George W. Bush y su equipo de republicanos neoconservadores -Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Condoleezza Rice o Paul Wolfowitz, entre otros-, todos dispuestos a hacer realidad el llamado proyecto del "Nuevo Siglo Norteamericano", se reafirmó el carácter de Estados Unidos como el centro político e intelectual del pensamiento y de la política mundial de derecha. Sin embargo, con el sorprendente triunfo electoral de Barack Obama en el 2008, y de su plataforma donde el tema social resaltó por sobre cualquier otro (véase su libro autobiográfico Los sueños de mi padre y el que específicamente contiene su proyecto político, La audacia de la esperanza), y con nombramientos de personajes como la portorriqueña Sonia Sotomayor a la Suprema Corte, los Estados Unidos de hoy ya no pueden ser simplemente clasificados como el corazón geográfico o ideológico de la derecha. Si a lo anterior se agrega la ferocidad con que los republicanos y los conservadores norteamericanos están atacando el proyecto de Obama de reforma al sistema de salud al grado de calificarlo de socialista, entonces se puede concluir que, en términos de la propia historia política norteamericana, Obama encabeza una administración de centro.

Dónde estamos

Visto a la distancia, el panorama político de las dos orillas del Atlántico pareciera indicar que hay una especie de empate: la derecha domina en la Europa Occidental y el centro-izquierda en América. Entonces, y dependiendo de las preferencias, el vaso puede verse medio lleno o medio vacío. Sin embargo, hay algunos observadores de la escena europea que no dudan en apuntar a los conservadores como la fuerza en ascenso pues de lo contrario, ¿cómo explicar que hoy, a pesar de que el anticomunismo ha dejado de ser la fuerza política que movía a medio mundo -hace ya 20 años que se derribó el Muro de Berlín- y de que el capitalismo vuelve a atravesar por una de sus peores crisis como resultado de sus abusos y excesos, los partidos de derecha estén firmes e incluso hayan avanzando en países tan centrales como Alemania, Francia o Italia? En un análisis de Steven Erlanger en el International Herald Tribune (29 de septiembre), el autor incluso aventura la hipótesis de la muerte del socialismo.

La pregunta de Erlanger va sostenida por un argumento: en los países europeos de capitalismo avanzado, grandes demandas que fueron banderas socialistas después de la Segunda Guerra Mundial ya se asimilaron al mainstream político, es decir, son hoy temas que ya dejaron de ser objeto de disputa política porque la derecha que las combatió, ya las aceptó y asimiló. Tal es el caso de los sistemas públicos de salud, el seguro de desempleo, las pensiones, la protección del medio ambiente e incluso una mayor supervisión de los grandes actores financieros.

Por otro lado, la izquierda europea simplemente no cuenta hoy con líderes de peso, con figuras carismáticas y sí, en cambio, está llena de algo muy propio de esa corriente desde los inicios mismos del socialismo: las divisiones internas y las rencillas personales que llevan a hacer de aquellos grupos o programas más próximos, es decir, a los "compañeros de viaje", el enemigo a combatir con más denuedo en vez de invertir el tiempo, los recursos y la energía en enfrentar al adversario que está en el lado opuesto del espectro político.

¿Qué hacer?

Este subtítulo fue en 1902 el título de uno de los trabajos más famosos de Vladimir Ilich Lenin (inspirado, a su vez, en el de una novela rusa). En los albores del siglo pasado, cuando el capitalismo aún no se desarrollaba plenamente, Lenin, impaciente, propuso a sus correligionarios de izquierda no dejar que el proceso de cambio siguiera su lento y errático ritmo natural y actuar sobre él: formar un partido de revolucionarios profesionales que forzaran la situación, que fueran el catalizador de una historia que el marxismo suponía predeterminada. Si era inevitable que el socialismo sustituyera al capitalismo, entonces entre más pronto mejor. Su propuesta tuvo éxito y de ella salió, para bien y para mal, la Unión Soviética y todo lo que de ella se derivó.

Hoy, para la izquierda ese ¿Qué hacer? requiere de una respuesta diferente y en buena medida opuesta. De Lenin hay que tomar sólo la idea de no dejar que las inercias dominen y que los individuos deben de tener la voluntad de actuar, pero nada más. En contraste con Lenin, hoy se está obligado a partir del supuesto que el curso de la historia no está escrito de antemano ni que alguien tiene la clave para saber cómo será ese futuro y que por ello tiene derecho a imponer su proyecto a los demás, incluso por la fuerza. Por otro lado, la historia existe y está llena de errores y horrores tanto del "socialismo real" como de los otros, y el reconocerlos para no repetirlos es un deber moral y una necesidad práctica. A ese pasado se le debe de entender pero no justificar sus lados obscuros.

La lucha por el poder siempre es brutal, pero debe haber límites. De la historia, la izquierda debe aceptar que la búsqueda de la democracia social sin la democracia política es arriesgarse a volver a incubar el huevo de la serpiente. Una izquierda sin un auténtico compromiso con la ética en su práctica política -lo mismo dentro de su propia organización que en la competencia con los adversarios en las urnas-, simplemente no vale ya la pena el esfuerzo de nadie.

En Grecia, los socialistas de George Papandreu ganaron en buena medida por la abierta corrupción del gobierno de sus adversarios, el de Kostas Karamanlis, pero la historia de esos socialistas no está exenta del mismo pecado. Y aquí hay un punto central: la corrupción de la izquierda en muchos países, desde luego en México, es inaceptable moral y prácticamente, pues es un error mayúsculo e inexcusable ceder el privilegiado terreno de lo justo y lo honrado a unos adversarios que no tienen ningún título histórico para reclamarlo como propio.

Para concluir, está el reto teórico. El marxismo y sus variantes proveyeron a la izquierda con una interpretación holista del mundo que finalmente llevó a no examinar directamente la realidad, al punto que si ésta no se ajustaba a la teoría -una teoría era realmente exigente- entonces peor para la realidad. En contraste, la ciencia social no marxista, desde la economía hasta la sociología, nunca tuvo plena certeza de sus premisas o conclusiones y por eso pudo manejar mejor la realidad. Por eso también el capitalismo entendió mejor sus fallas y actuó para disminuirlas -que no para eliminarlas-, cosa que no hicieron los marxistas, padres intelectuales de toda la izquierda.

En fin, que la desigualdad e injusticia sociales están presentes en todas las sociedades, incluso en las más prosperas, y ese solo hecho hace a la izquierda indispensable, pero no a cualquier izquierda, sino a una con capacidad de aprender del pasado y, sobre todo, de tener un compromiso efectivo con sus propios valores.

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