En torno a las historias oficiales

Todo historiador toma partido, pero algunos lo hacen más que otros

Los usos de la historia

Cualquier libro de historia puede ser un arma política disfrazada.

Las estructuras de poder tienden a elaborar un discurso sobre el pasado que les sirva para justificar su presente. Esta necesidad de echar mano del pasado, real o imaginado, para respaldar su presente y sus intereses, es válida tanto para Estados, iglesias, partidos, empresas e incluso cárteles de la droga. Obviamente, el nivel del discurso es muy diferente: los primeros disponen de las historias oficiales y los narcos apenas de corridos. Sin embargo, lo que une a todas esas organizaciones es la necesidad de darse a sí mismos y a los otros una visión del pasado que les dé legitimidad y razón de ser de cara al futuro. Desde luego, los adversarios también pueden echar mano de la historia crítica para elaborar un pasado que condene el presente y a sus beneficiarios.

No hay historia inofensiva

¿Para qué sirve una obra de historia? ¿Para qué hacer el esfuerzo por recrear lo sucedido hace años, siglos o milenios? En el caso de la civilización occidental el debate en torno al tema data, por lo menos, de Heródoto de Halicarnaso (484-425 a. C.) y su lucha contra el olvido. Aquí en México, la pregunta llevó a la publicación de Historia, ¿para qué?, un libro de ensayos de Carlos Pereyra et al (México, Siglo XXI, 1980). Ahí, Luis Villoro desarrolló una respuesta a varios niveles. En el más profundo, siguió a Heródoto: "La historia ofrece a cada individuo la posibilidad de trascender su vida personal en la vida de un grupo... [y] es también una lucha contra el olvido, forma extrema de la muerte".

A un nivel más práctico, Villoro afirmó, "la historia responde al interés de conocer nuestra situación presente" y, por tanto, es ahí donde entran los intereses del historiador, pues es su posición frente al presente lo que le lleva a optar por ciertos datos y no por otros. Como respuesta al presente, la historia tiene dos objetivos: conocer y explicar la realidad para actuar sobre ella y justificar la situación y proyectos de actores e intereses específicos. Así, en el caso mexicano, los primeros cronistas escribieron para justificar la conquista, los misioneros para justificar la evangelización y a partir de la Independencia las corrientes políticas en pugna han elaborado varias historias para explicar y justificar su posición en la lucha por el poder.

El primer régimen mexicano con suficiente estabilidad para elaborar y difundir una visión del pasado que apuntalara su derecho a gobernar fue el liberal de la segunda mitad del siglo XIX; en obras como las de Vicente Riva Palacio o Justo Sierra se expuso el valor del triunfo sobre los conservadores y lo noble del proyecto modernizador. En el siglo XX, el régimen de la Revolución Mexicana y el de la postrevolución hicieron lo mismo con mayor vigor: la suya fue una victoria sobre la injusticia social de siglos. En este último caso, la "historia oficial" realmente caló en la cultura cívica gracias a la expansión del sistema de educación pública, al largo periodo de dominio autoritario sobre el Estado y, finalmente, a la existencia de los millones de ejemplares de libros de texto que en las aulas diseminaban las explicaciones sobre "la raíz y razón" del régimen del PNR-PRM-PRI.

La derrota del PRI ya empieza a reflejarse en la construcción de un nuevo canon, de una versión diferente de la historia. Un ejemplo es la obra de Macario Schettino, Cien años de confusión: México en el siglo XX (México, Taurus, 2007), donde la Revolución simplemente es negada como tal. Una obra que ya puede calificarse de nueva historia oficial es el libro editado por Pablo Serrano, Ministros y secretarios de Gobernación. Dos siglos de política interior en México (México, Secretaría de Gobernación, 2008) elaborado en el INEHRM y que contrasta muy favorablemente en materia de capacidad y devoción a su deber a tres de los cuatro secretarios de Gobernación panistas (la excepción es Santiago Creel) de cara al casi medio centenar que les antecedió, personajes surgidos de la Revolución y postrevolución. Sin embargo, por sobre todos destaca Juan Camilo Mouriño (pp. 436-439), a cuya semblanza se añade la elegía que le dedicó Felipe Calderón en su ceremonia fúnebre (pp. 440-446). Ahora bien, este esfuerzo panista por elaborar una nueva visión histórica de México tiene ante sí una enorme tarea: desmontar casi un siglo de historia priista y hacerlo justo cuando el PRI se prepara para intentar su regreso.

Alternativa

José Antonio Crespo acaba de publicar Contra la historia oficial. Episodios de la vida nacional: desde la conquista hasta la revolución (México, Random House, 2009). Se trata de un alegato a favor de una visión crítica del pasado; una que refleje y refuerce la madurez cívica de los mexicanos. El autor predica con el ejemplo, pues en los "episodios de la vida nacional" revisa pasajes de nuestra historia política y muestra fallas de fondo en la interpretación histórica dominante -desde la aceptación selectiva del canibalismo por Cortés a la ambigüedad de Juárez como defensor de la soberanía mexicana.

Para Crespo, es urgente que en México se abandone definitivamente la complacencia con la historia oficial y se avance en el desarrollo de otra, de una historia crítica que desmonte los mitos en que se basó la prolongada legitimación del autoritarismo. Hasta hoy, esa historia oficial ha servido para socializar, y muy bien, a la niñez mexicana en valores antidemocráticos. Sin una revisión de fondo, la historia seguirá siendo un obstáculo para el logro del tan deseado y aún distante cambio democrático.

Crespo resume en siete puntos su condena a la historia política oficial del priismo: es falso que la Revolución Mexicana haya desmontado la injusta y pesada herencia social virreinal, pues ésta sigue vigente; todas las formas violentas de cambio político han terminado por ser un reciclaje del autoritarismo; ni el mejor paternalismo caudillista es sustituto de la vigilancia institucional, a los pesos y contrapesos de la democracia; no hay ejemplo de un gobernante "plenamente confiable", pues en ausencia de controles democráticos, en algún momento todos han abusado de su poder; cualquier explicación de la persistencia histórica de la desigualdad social mexicana pasa por la ausencia de democracia política; con altas y bajas, la clase dirigente mexicana siempre ha terminado por plegarse a las demandas de la gran potencia vecina del norte; finalmente, un nacionalismo y antiimperialismo bien entendidos son compatibles con un reconocimiento de los valores democráticos del sistema político norteamericano.

La violencia

Crespo argumenta en contra de continuar dando un lugar privilegiado a las rebeliones como instrumentos privilegiados del cambio, tal y como lo hizo la historia del viejo régimen. Sin embargo, esa visión es justamente la que el país va a confirmar el año próximo al celebrar el bicentenario y centenario del inicio de la Independencia y de la Revolución. Es comprensible que el gobierno panista haya puesto poco interés en los preparativos para conmemorar estas fechas pues a la derecha nunca le ha gustado el cambio violento y popular y, además, no ha encontrado una alternativa legítima con que sustituir a la rebelión en el imaginario colectivo. Y es que en materia de justicia, eficiencia y crecimiento económico, los resultados concretos del "cambio pacífico" supuestamente iniciado entre 1997 y 2000 no compiten con las propuestas que encarnaron Morelos o Zapata.

Es verdad que la violencia ha dado frutos magros en México, pero lo mismo puede decirse de los cambios pacíficos hasta ahora experimentados. Es por eso que la legitimidad de los estallidos de 1810 y 1910 no se ha perdido. Además, la innegable brutalidad y destrucción de la Independencia y de la Revolución fueron precedidas por esfuerzos de cambio pacífico que fueron frustrados por los intereses creados. Así, la violencia de insurgentes y revolucionarios aún tiene como justificación la inflexibilidad, cortedad de miras, egoísmo y corrupción de las élites. Y esto ni siquiera es historia vieja: sin el levantamiento neozapatista de 1994, no se hubiera dado el tipo de elecciones que tuvieron lugar en 1997 y que sirvieron para desmontar el presidencialismo priista. En 2006 en Oaxaca se tuvo un ejemplo de imposibilidad de cambio por vía de la movilización pacífica primero y por la violencia después. ¿Cuál es la salida?

Para que la interpretación histórica deje de privilegiar a la violencia como instrumento de cambio, primero la realidad debe demostrar que la transformación pacífica sustantiva es viable en México? Y eso aún está por verse.

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