La crisis del PRD es espectacular, pero hoy ningún partido está a la altura de las circunstancias
Crisis más que predecible
La lucha sin cuartel -sin respeto a las reglas formales- que está teniendo lugar en el seno del Partido de la Revolución Democrática (PRD) como resultado de unas elecciones internas que desbordaron su propia institucionalidad no es otra cosa que la confirmación de la persistencia de una gran fractura interna congénita, que nunca se resolvió y que, finalmente, la traumática derrota del 2006 agudizó al punto de desembocar hoy en una crisis mayúscula.
Con ser en estos días el más espectacular en su género, el problema del PRD no es una excepción sino la regla dentro del actual sistema político mexicano, donde todos los partidos se caracterizan por fallas profundas, desde los tres grandes -PRD, Partido Revolucionario Institucional (PRI) y Partido Acción Nacional (PAN)- hasta los pequeños y de reciente creación, como lo demuestra la violenta fractura que acaba de tener el partido Alternativa Socialdemócrata. En estas condiciones no es de extrañar que el supuesto cambio de régimen en el 2000 no haya sido lo que se suponía y que en lo político el país se mantenga a flote asido a los altos ingresos de la renta petrolera, pero sin dirección real, sin un consenso básico, al garete.
Si el PRD, que estuvo a un paso de llegar al poder, es hoy un desastre, la situación en los otros dos grandes partidos es apenas diferente. El PRI vuelve a tener perspectiva pero no por ser portador de un proyecto de futuro -su esencia sigue siendo el oportunismo- sino por las incapacidades del PAN como partido gobernante. Por decenios el PAN se presentó como la antítesis del PRI pero lo ha hecho un aliado imprescindible. A cambio de que el PRI entregara su apoyo al PAN en momentos críticos -el desafuero de Andrés Manuel López Obrador o el reconocimiento de la cuestionada victoria de Felipe Calderón-, el gobierno ha hecho fluir los recursos petroleros a los gobernadores priistas, que son ya señores de sus feudos y donde Mario Marín y Ulises Ruiz son casos extremos de impunidad pero no únicos.
Por generaciones los panistas vivieron marginados, y sólo la precariedad del salinismo hizo posible que en 1989 se le reconociera a ese partido su primer triunfo estatal: Baja California. Fue entonces, y bajo la batuta de un personaje que es la antítesis de Manuel Gómez Morín -Diego Fernández de Cevallos-, que el PAN cogobernó desde las sombras, pero justo cuando su candidato se hizo con la Presidencia, el partido fue marginado. En efecto, Fox prefirió gobernar con personajes tan inesperados como su esposa, con no panistas como Francisco Gil Díaz o Jorge G. Castañeda, con panistas de cuño muy reciente como Santiago Creel o de plano con priistas, como Elba Esther Gordillo. El resultado final fue un desastre para el supuesto proyecto democrático del PAN -y del país- y aunque ese partido se quedó con Los Pinos, su espíritu original ya se desvaneció.
Volvamos al centro de la tormenta. El PRD se asume como el partido de la izquierda pero en la realidad su esfuerzo está dirigido menos a la consecución de sus grandes metas -la disminución de la injustificable desigualdad mexicana y una democracia que realmente dé voz a las mayorías sociales- y más a una lucha interna que es poco ideológica y mucho por los puestos burocráticos dentro y fuera del partido. Tan poco importa la ideología que en Chiapas, por ejemplo, el PRD simplemente disfrazó de perredista a Juan Sabines, un personaje que tras su victoria dejó la casaca amarilla y se enfundó en la de la ambigüedad.
Y qué decir de los partidos pequeños. En las democracias efectivas, esos partidos de un solo tema, como los "verdes", hacen una contribución fuera de proporción al interés colectivo. Sin embargo, en el caso mexicano, la característica central de los minipartidos es el oportunismo. Su objetivo básico es conseguir el registro y luego perdurar para vivir del subsidio del IFE o de quien quiera financiarlos, como es el caso del partido Nueva Alianza, cuya hada madrina es la poderosa maestra Gordillo.
Los partidos y su naturaleza
Las circunstancias políticas tan poco prometedoras en que nos encontramos se explican por una falla en cadena: los líderes, la economía, la cohesión social, la coyuntura internacional pero, sobre todo, los partidos políticos. Rara vez éstos han gozado de un genuino respeto social. Por naturaleza, los partidos son organizaciones oligárquicas y no democráticas, como bien lo demostró Robert Michels en su obra clásica, Los partidos políticos (1911). Sin embargo, esas estructuras son indispensables e insustituibles como organizadoras de la clase gobernante y como articuladoras y conjugadoras de los contradictorios intereses de las sociedades modernas.
Ya en 1792 James Madison había advertido que los partidos serían inevitables y que su fundamento eran las naturales y también inevitables diferencias de intereses, reales o supuestos, presentes en cualquier sociedad. Para este político teórico y práctico de Virginia, cofundador de la nación norteamericana y su cuarto Presidente, esas diferencias de intereses y su expresión partidista podían ser fructíferas pero a condición de que líderes responsables y sagaces pudieran lograr un balance sistémico de la diversidad social a fin de mantener la unidad nacional.
Los partidos políticos modernos nacieron en Estados Unidos y luego pasaron a Europa como una fórmula exitosa para organizar a las élites de cara a las elecciones. Pronto se vio que lo supuesto por el optimista Madison, el equilibrio como resultado de la acción de los partidos, no era algo automático. En efecto, en 1860 los miembros norteños del Partido Demócrata no aceptaron la posición de sus colegas sureños respecto de la esclavitud, el partido se dividió dando pie al triunfo del Partido Republicano y en poco tiempo a una gran guerra civil.
En su origen, los partidos políticos fueron organizaciones muy laxas, especie de clubes de notables que congregaban a segmentos de la elite con propósitos electorales. Con el transcurso del tiempo tuvo que surgir la contraparte: los partidos de masas, que organizaron a obreros y campesinos y buscaron en el número la forma de neutralizar la ventaja económica de las elites. Más tarde ciertos partidos de masas dejaron de pensar en las elecciones como la mejor vía para alcanzar el poder y se transformaron en revolucionarios. Finalmente, ahí donde las situaciones revolucionarias condujeron al triunfo insurgente, surgieron partidos totalitarios o autoritarios, cuyo objetivo ya no fue competir por la vía electoral sino retener indefinidamente el poder organizando a la clase gobernante y a sus bases sociales en función de la permanencia. Esto último fue justamente lo que sucedió en México con la aparición en 1929 del Partido Nacional Revolucionario, creado desde el gobierno por la facción victoriosa de la Revolución Mexicana y que finalmente devino en el PRI.
El antecedente inmediato
La notable estabilidad política mexicana posterior a 1920 (última ocasión en que hubo un cambio violento de gobierno) fue resultado de la existencia de un partido de Estado y de elecciones puramente formales, que no servían para elegir sino apenas para confirmar. En esas condiciones, desde su origen, el partido del gobierno, el PRI, fue antidemocrático. El partido de la derecha, el PAN, vivió medio siglo fuera del poder y no tuvo la oportunidad de ir formando cuadros suficientes en número y en calidad para cuando le llegara la oportunidad de asumir la responsabilidad de gobernar. Fue por eso que en el 2000 el poder lo ganaron y asumieron los neopanistas.
Desde su aparición como formación de izquierda, el PRD fue tratado con dureza por el gobierno -centenares de sus militantes perdieron la vida en la etapa formativa- y pronto se hizo patente que el PRI y el PAN habían decidido permitirle sólo un acceso limitado al poder: reconocerlo en el Congreso y en los estados pero nunca a nivel nacional. El resultado ha sido, entre otros, la agudización de la división interna original de ese partido, pues la corriente conformista y colaboracionista choca sistemáticamente con la radical -que hoy gira alrededor de AMLO y su "Gobierno Legítimo"- que insiste en su rechazo a la validez del resultado de la elección del 2006.
Consecuencias
Al inicio de este siglo México parecía encaminarse al encuentro exitoso con su tiempo político perdido, pero no ha sido el caso. Hoy el sistema de partidos en su conjunto está divorciado de la sociedad, no la representa. Si el PAN y el PRD no evolucionan se abre la posibilidad de un retorno del PRI -un partido hecho para otra época. Y lo peor de todo es que ese regreso del PRI ya no significaría ninguna diferencia sustantiva con lo que hay ahora.
Partidos disfuncionales
Publicado por en Agenda Ciudadana
Etiquetas: 2008 - 03
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