Socavones en la base de la nación.

Lorenzo Meyer

El Pecado de Origen. Son muchos los oscuros socavones que hay en los cimientos del Estado y nación mexicanos. De varias maneras, y a lo largo de nuestra historia, en aras de grandes conceptos --tales como civilización, evangelización, rey, progreso o, finalmente, la construcción de la nación mexicana— o, incluso, del beneficio personal de individuos, grupos y clases se ha causado el sufrimiento o la expropiación de otros muchos. En ocasiones, ese abuso tocó los límites de lo inhumano: la explotación extrema o el exterminio.
Un Ejemplo entre Muchos Posibles. Una visita rápida a Sonora y el toparse con el tema de los seris –que igual pudo ser el de los mayos, los yaquis, los guarijios, los ópatas, los pimas ó los pápagos- fácilmente puede llevar al observador a un cuestionamiento de la naturaleza original de algunas de las bases en que están hoy montadas las estructuras sociales y de poder de nuestro país -el Estado mexicano- y la idea misma de comunidad nacional.
Ciertos de estos fundamentos son absolutamente legítimos y fueron muy bien resumidos por José María Morelos en Los sentimientos de la nación (1814). Pero otros, justamente los menos discutidos pero muy actuados, son francamente sombríos. Se trata de aquellos donde no hay elementos que puedan enorgullecernos y que justamente por eso deberíamos esforzarnos por discutirlos a fondo, como lo hicieron los norteamericanos bajo el liderazgo de Martin Luther King, o los sudafricanos encabezados por Nelson Mandela y el obispo Desmond Tutu, a fin de continuar la construcción de la nación mexicana de una manera más honesta y, también, más realista y efectiva.
Volviendo a Sonora y al caso del pueblo seri -la nación Comcáac como ahora se denominan los interesados-, su drama nada tiene de único en nuestra historia. Con variantes el caso se encuentra repetido en otras regiones del país. Veámoslo pues como un ejemplo ilustrativo. De ser un pueblo nómada y bien integrado a su entorno natural en la costa sonorense del Golfo de California, los seris pasaron a ser definidos en el siglo XVII, por quienes buscaban su sumisión a la autoridad real, como gente de lengua “dificilísima” y además “sin pueblos, sin casas ni sementeras”, es decir, sin valor o utilidad alguna para los representantes de los valores e intereses de los colonizadores. Los seris se resistieron a adoptar la vida sedentaria que entonces les quisieron imponer la iglesia, la autoridad virreinal y los colonizadores y permanecieron ajenos a la “modernidad”. Se les llegó a caracterizar entonces como “raza satánica” y se decidió que podían y debían ser exterminados.
La tradicional zona de desplazamiento de los series en sus ciclos de trashumancia empezó a ser reclamada para la agricultura y la ganadería desde la época colonial, pero fue con el nacimiento de la República Mexicana, cuando la zona propiamente de residencia de estos indígenas fue reclamada por los invasores –por los mexicanos. Fue en el siglo XIX, en el nacional, cuando se acentuó la política de eliminación del indígena renuente a su “incorporación”.
Los seris eran pocos, y habían desarrollado una forma de vida y todo un complejo cultural con base en la utilización de vastos espacios desérticos que ellos recorrían de manera periódica. Para ellos resultaba inaceptable tener que adaptarse a la vida sedentaria dentro de la economía capitalista. Desde la perspectiva de los mexicanos, este pueblo independiente fue visto como un “obstáculo” para el progreso y formación de la nación y no se consideró que pudieran tener un lugar en la patria grande.
Con la caída del Porfiriato y la implantación del régimen de la revolución –en particular durante el gobierno de Lázaro Cárdenas- la autoridad decidió dejar de combatir abierta y oficialmente al puñado de seris sobrevivientes y volvió a intentar integrarlos mediante el reconocimiento de parte de sus antiguos territorios como propiedad comunal –la isla Tiburón y parte de la costa de Sonora-, sedentarizándolos e integrándolos a las instituciones de la nación mayor: la mexicana.
Sin embargo, para entonces, eso que hoy ya es aceptada, aunque no oficialmente, como la nación comcáac, parecía destinada a desaparecer, algo que antes ya había ocurrido con los guaymas y tepocas, entre otros grupos étnicos. Finalmente, con la propiedad comunal, ciertos servicios de salud y educación y, sobre todo, con un esfuerzo propio por adaptarse al hostil entorno nacional, la demografía seri revirtió su tendencia y hoy va en aumento: de haber quedado reducidos a un centenar en la actualidad son ya un millar. No obstante, en un país de 107 millones de habitantes, la moneda de la viabilidad seri como estructura cultural está en el aire, y así nos lo deja saber el libro de Diana Luque (una académica) y de Antonio Robles (una autoridad seri), Naturalezas, saberes y territorios Comcáac (seri), INE-Semarnat, 2006.
La terrible experiencia de los seris en los últimos siglos no es más que un capítulo de una historia mayor igualmente trágica y violenta y que es parte de los socavones en están montadas las actuales estructuras económica, social, política y cultural de México.
La Inequidad en el Pago de la Factura Histórica. La nación y el Estado mexicanos son fenómenos relativamente recientes. En nuestro caso, un Estado más o menos efectivo data de fines del siglo XIX y una nación mexicana real es algo aún más reciente. Para llegar a su creación, y como ha sucedido en multitud de casos en la historia mundial, hubo de emplearse mucha fuerza, mucha dureza y cometerse numerosos actos de injusticia e incluso atrocidades con los pueblos originarios primero y con las clases populares y lo que quedaba de esos grupos étnicos después.
La tragedia de los seris resulta compartida por buena parte de las otras etnias semi nómadas de lo que hoy es el sur de Estados Unidos y el norte mexicano. Tal fue el caso, en el noreste de quienes formaban parte de la comanchería –un buen ejemplo son los lipanes- y, en el oeste, de los diversos grupos integrantes de la apachería –en especial, los chiricahua, de quien era dirigente Gerónimo, el último gran líder apache- y por cuyas cabelleras los gobiernos de los estados fronterizos del México independiente llegaron a ofrecer entre 150 y 200, según se tratase de indio vivo, muerto o si era mujer o menor de 14 años, (véase al respecto a Carlos González y Ricardo León, Civilizar o exterminar, México, CIESAS, 2000).
Ni que decir de las guerras contra los yaquis o de la violenta presión para que los rarámuri (tarahumaras) dejaran las planicies en Chihuahua, por ejemplo esas de donde hoy se encuentra Ciudad Cuauhtémoc, y se refugiaran en las difíciles montañas en que hoy sobreviven. En el otro extremo del país está la guerra de los mestizos yucatecos y del gobierno federal contra los mayas rebeldes ó de los blancos contra los chamulas en Chiapas. Pero hay más socavones: el trabajo de 15 horas diarias en las fábricas textiles del Porfiriato, la persecución de los “vagos y malentretenidos” en los asentamientos urbanos o el despojo de ciertas tierras comunales de los pueblos en detrimento de los campesinos pobres comuneros en el siglo XIX.
El siglo XX revolucionario no está, ni de lejos, exento del mismo problema. La matanza de ciudadanos chinos en La Laguna, los centenares de cristeros fusilados o colgados en los 1920 y 1930, los campesinos explotados en nombre de la industrialización ineficiente y protegida a partir de los 1940, los sindicatos castrados a favor del presidencialismo y del capital. Y la otra cara de la moneda, la dureza contra los inconformes (los mineros de Santa Rosita, por ejemplo), las expropiaciones de ejidos en beneficio de los especuladores urbanos, hasta desembocar en los grandes monopolios actuales en nombre de la necesidad de preservar a la gran empresa mexicana en el mundo de la globalización.
Colofón. Desde luego que México también está sentado en esfuerzos y sacrificios altruistas. Naturalmente que la nuestra no es la única estructura nacional donde parte de sus cimientos están amasados con una mezcla de insensibilidad (“crímenes son del tiempo, no de España”) e inhumanidad –prácticamente todos los países tienen sus equivalentes-, pero el mal de muchos no debe ser un consuelo que impida reconocer las injusticias del cimiento histórico. Conocerlas y admitirlas es requisito para entender a cabalidad las divisiones y disputas actuales y, sobre todo, para proceder a rellenar el terreno minado con un reconocimiento abierto de los errores del pasado y con un cambio efectivo de políticas en el presente. Se dice fácil, pero aún estamos lejos de poder hacerlo.

RESUMEN: “SIN RECONOCER, ADMITIR Y DISCUITIR LOS PASAJES OBSCUROS DE NUESTRA HISTORIA, LAS BASES DEL ESTADO Y LA NACIÓN NO TENDRAN LA FUERZA QUE DEBIERAN”

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